lunes, 20 de abril de 2009

Etimologías, apodos y palabras como alas

La etimología es una suerte de disciplina cuya significación real es encontrar el verdadero sentido de las palabras. En ella podemos encontrar los instrumentos para deducir el origen de los nombres de nuestra cosmogonía. Los procesos filológicos, cuya metodología está reglamentada, se dedican a estudiar la transformación fonética fonológica de las palabras a través del tiempo. A su vez, interviene la morfología para observar el modo en que se compusieron las palabras y la sintaxis en las formas oracionales que el castellano heredó.

Sin embargo, la intrahistoria de esta disciplina es la que dicta los procesos reales de transformación de la lengua, la parte donde las personas como su servidor y usted participan, ya sea por la facilidad en el momento de pronunciar, por ejemplo haiga en vez de haya. La defensa, como estudioso, del más ultra correctivo sentido de la lengua, a veces, parecería contraria a la corriente histórica. Nadie, o sólo algunos defendieron la lengua latina culta frente a la transformación del latín vulgar de donde desembocaría la lengua española. Del mismo modo, veremos pasar frente a nuestros ojos expresiones como en base a, frente a un correcto pero ignorado con base en. Parecería un martirio para un estudioso de la lengua la corrección constante de la lengua; pero un espíritu científico, en vez de intervenir en ese proceso natural, no tiene más que observarlo y educar. Educar del modo posible, sin andar como los médicos de los comerciales de shampoo para la caspa, metiéndose donde nadie les llama.

Pero, no quiero acabar repentinamente con el interés de propios y extraños de la lingüística. Más bien, pido permiso para explicar de dónde tantas ideas. La reflexión parte de una idea de mi adolescencia. Cuando perteneces a un grupo, no te integras hasta que tienes apodo: es un modo de bautizar, de generar el sentido, psicológico, de la pertenencia. Este fenómeno semántico y semiótico resulta muy interesante, mas no me interesa tocarlo más que desde la
perspectiva de las palabras. La palabra apodo viene del latín tardío apputare, que significa valuar[1]. Para poner un apodo, un nombre cuya significación se fundamenta en un proceso de sustitución, se necesita encontrar un rasgo sobresaliente, ya fuera positivo o preponderantemente negativo.

Este procedimiento es muy similar al que la lengua ha adoptado a través de la historia. La palabra pluma, usada para nombrar al bolígrafo, se remite a la usanza de las plumas de las aves, enormes y encorvadas, manchadas de tinta en la punta, para escribir. Hoy en día la palabra pluma se usa comúnmente para referirse a cualquier bolígrafo, sin que nadie se ponga a corregir. La palabra pluma es cómo un apodo, una palabra que surgió antes de la existencia misma de los actuales artículos para escribir. Cuando alguien dice una de las mejores plumas del país, no está pensando por nada en que haya una pluma de ave que por su calidad y color sea reconocida, sino en uno de los mejores escritores de una nación, claro haciendo uso de una metonimia entre la pluma y la persona que escribe.

También hay palabras que se usan para designar conceptos similares. Tal es el caso de la palabra Chau, que tiene el significado claro de despedida: adiós; sin embargo, originalmente viene de la palabra italiana Ciao que evoluciono fonéticamente de la palabra veneciana sciavo que significaba esclavo[2]: el nexo que asocia las palabras adiós y esclavo son las frases que en la Edad Media se usaban como despedida: “quedo de usted: su esclavo”. Aunque, en efecto, hoy cuando nos despedimos de alguien no estamos pensando en ser esclavos de nadie.

La importancia verdadera de esta intrahistoria de las palabras es simple. Siempre hubo alguien que comenzó a usarlas y otro que las escuchó y las reprodujo. Alguien que pudo haber pensado que podría llamar las mismas ¿cosas como otras, que decidió bautizar algo para que le perteneciera, que le puso apodos a las cosas y que por lo tanto hizo que esa palabra se usará. Esta idea se puede llevar más allá como una hipótesis: imaginemos, cuando los pueblos antiguos de Grecia generaron su civilización comenzaron a usar el apodo para denominar sus cosas, palabras del indoeuropeo que no designaban el objeto que significaron después. Y así, la misma cuna de la civilización occidental le enseñó a los pueblos del llamado mundo occidental a diseñar y esbozar sus lenguas a través del uso del apodo.

Por último, no me queda más que aclarar que cómo un hipótesis esta idea imaginaría no hace más que jugar con la ficción, lo que no significa que tenga que ser necesariamente mentira. Aunque la perspectiva científica nos dice que muchas de las palabras que usamos cotidianamente tiene un sentido inmotivado, el mismo signo lingüístico que postuló Ferdinand de Saussure no hace más que ofrecernos una estructura de nuestra comunicación. La postulación de un signo inmotivado, con un significante y un significado nos ha ayudado a comprender que cada objeto es denominado por su imagen acústica a través de una convención social, esa convención social es justamente la responsable de que la palabra pluma sea usada para denominar a los bolígrafos. Y esta convención social se puede describir a través de las disciplinas adscritas a la lingüística desde todos los planos del análisis estructural.

Concluyo pues que las cosas se llaman como la convención les ha puesto, y si intervinieron los procesos lingüísticos en el camino de la formación de la lengua, ha sucedido de una manera completamente natural, sin la intervención de los estudiosos ni de la gente culta, por lo que no podemos más que esperar que las personas comunes y corrientes hagan uso del neologismo buscándole apodos a las cosas y usando las palabras como alas.

[1] Guido Gómez de Silva. Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Española. México, Fondo de Cultura Económica, 2005.

[2] Ibíd.

Alfredo Flores Niño comenta:

2009-04-07 /12:28:44

Si no mal entiendo, ¿la lengua propone y el contexto dispone? Sea como fuere -y mientras no nos lleve a la neurosis extrema- el habitual jaloneo entre lo que debería y lo que es, resulta lúdicamente interesante para quienes gustamos de la palabra como medio, como fin, como cómplice elocuente, y más en el silencio, cuando nuestros propios demonios se enfrentan haciendo de nuestros escrúpulos incruentos campos de batallas...